Opinión28 de octubre de 2020

¿Y si empezamos a debatir el uso y tenencia de la tierra?

El conflicto sobre la toma de campos de la familia Etchevehere señala un debate central en un país donde el sector agropecuario es uno de los principales generadores de trabajo y divisas

Las derivaciones de la escandalosa pelea familiar por la herencia de Luis Félix Etchevehere, luego de que Dolores –la única hija mujer de quien fuera durante 27 años director de El Diario– decidiera ceder el 40% de sus bienes al denominado Proyecto Artigas y aliarse con el referente social Juan Gabrois, se ha convertido en un conflicto político de proporciones que puede escalar aún más si la Justicia –el ámbito donde deben resolverse las cuestiones sucesorias– no logra encauzar la disputa entre los herederos.

Denuncias cruzadas, declaraciones explosivas, movilizaciones, victimizaciones, descalificaciones ideológicas –desde uno y otro bando– y aprovechamiento político –también desde uno y otro bando– han sido, desde el 15 de octubre, cuando Dolores hizo pública su decisión, lo que la sociedad argentina, a través de los medios y las redes sociales, ha visto de este interminable conflicto.

Lo que sucede en Casa Nueva, el establecimiento de la familia Etchevehere ubicado en Santa Elena, en el que se encuentran Dolores y un grupo de militantes, más las tomas de predios en distintos puntos del país, desnuda la histórica incapacidad del Estado para abordar un tema central de la Argentina: el uso y tenencia de la tierra.

El Caso Etchevehere –más allá de que desde ambos lados se busque radicalizar el enfrentamiento político– es, básicamente, un problema familiar por una millonaria sucesión.

La polémica, sin embargo, deja al descubierto el miedo –comprensible– de aquellos productores agropecuarios que son propietarios de los campos que trabajan. Este episodio, suponen, puede ser el primer paso y un caso testigo dentro de un hipotético plan de reforma agraria al estilo de los años sesenta.

El solo hecho de pensar en esa posibilidad los aterra y, por eso, no han dudado en salir a manifestarse en defensa de la propiedad privada que ven amenazada, aun a pesar de que a muchos de ellos los miembros de la familia Etchevehere no les son demasiado simpáticos.

Hay, sin embargo, miles de productores que no son dueños de la tierra que trabajan: los arrendatarios, quienes cada año invierten dinero y trabajo, y toman riesgos, sin tener ninguna posibilidad de acceder a la propiedad de esa tierra. En Entre Ríos, por ejemplo, el 70% de agricultura se hace en campos alquilados. No es un dato menor.

Y mientras unos se esfuerzan para poder producir, otros esperan cruzados de brazos la renta que les deja el contrato de arrendamiento.

Si a estos miles de productores agrícolas –y también ganaderos–, que no han podido acceder a la tierra que trabajan, se les suman los agricultores familiares y minifundistas –que todavía la pelean como pueden– y aquellos otros miles que debieron vender sus campos y emigrar a las ciudades porque fueron expulsados por un sistema que favorece a algunos y perjudica a otros, queda claro que el tema de la tierra, como decimos más arriba, es central en un país que tiene al sector agropecuario como uno de los principales generadores de trabajo y divisas.

La emigración interna, el desarraigo y la concentración son distintas caras de un problema de vieja data, que en los últimos 50 años no ha cesado; por el contrario, se ha profundizado de manera dramática.

En este marco, entonces, aparece como impostergable comenzar a debatir el uso y tenencia de la tierra, más cuando grandes sectores de la sociedad elevan la voz cada vez más para reclamar un sistema productivo sustentable, desde lo ambiental, lo social y lo económico.

Hablar de reforma agraria, se ha vuelto a comprobar en estos días, causa espanto en la enorme mayoría de los productores agropecuarios que son dueños de sus tierras. Imaginan, de inmediato, a una horda de comunistas con hoces en sus manos avanzando sobre sus campos para usurparlos y convertir a la Argentina en Venezuela o Cuba.



Entre quienes reclaman el acceso a la tierra, sin embargo, una enorme mayoría también, no tiene la menor intención de socializar los medios de producción ni de trabajar el campo de manera colectiva; tampoco les interesa leer El Capital ni debatir sobre la plusvalía. Sus ambiciones, por el contrario, son igualmente capitalistas: no quieren ninguna revolución, quieren un pedazo de tierra, ganar plata y vivir con dignidad.

Una reforma agraria clásica, como la que pedía el cantautor uruguayo Daniel Viglietti (“…a desalambrar… a desalambrar…”), tal vez, sea absolutamente inviable en la Argentina, por distintas razones productivas, económicas y políticas.

En estos tiempos, que no son los tiempos de Artigas, una reforma agraria no es sólo repartir tierras, por más que un dirigente social burgués aupado por un sacerdote de altísimo rango agite cada tanto el tema. Es algo bastante más complejo porque esa eventual distribución de tierras debe ser complementada con educación, salud, caminos, conectividad y asistencia crediticia, entre otras cuestiones.

A propósito, una digresión: ¿Se imaginan a los funcionarios/productores impulsando una reforma agraria clásica? ¿O a los legisladores votando una ley de ese tenor cuando muchos de ellos son propietarios de tierras? ¿O a algunos jueces fallando a favor de una ley de reforma agraria, ante una eventual demanda, cuando también son dueños de campos? Los productores más miedosos –y reaccionarios– pueden quedarse tranquilos: no sucederá.

Lo que sí debiera suceder es la apertura de un amplio debate, sin prejuicios y con la Constitución en la mano, para discutir eventuales instrumentos que posibiliten el acceso a la tierra de miles de argentinos que quieren producir. ¿Es mucho pedir?

Fuente: Dos Florines - Danilo Lima

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