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Cruzando los Andes a Caballo: La aventura épica de Jeremías y Vera
Una historia de esfuerzo, valentía y conexión profunda entre padre e hija. Juntos, cruzaron la Cordillera de los Andes a caballo por el desafiante Paso Piuquenes
Sociedad31 de enero de 2025Región OesteLas vacaciones de verano suelen estar llenas de opciones cómodas y predecibles: playas abarrotadas, ciudades con centros comerciales, destinos donde la tecnología y las comodidades no faltan. Pero Jeremías y su hija Vera (10 años) decidieron tomar un camino distinto, más desafiante y auténtico. Durante seis días, cabalgaron por la Cordillera de los Andes, cruzando el Paso Piuquenes, en la misma ruta que recorrió el ejército libertador de San Martín, particularmente, fue el capitán Ramón Lemos con una fuerza de aproximadamente 109 soldados como parte de una maniobra para preparar el paso del grueso de las tropas.
Lo que comenzó como una aventura terminó convirtiéndose en una experiencia de transformación. Hoy, de regreso en casa, Jeremías me cuenta en esta entrevista cómo fue este viaje épico, los desafíos que enfrentaron y lo que descubrieron en el camino.
"Cada día fue un desafío, pero también una enseñanza"
— ¿Cómo fue el primer día de la travesía?
— Empezamos esta historia en la ciudad de Mendoza donde nos encontramos con nuestro contacto, Javier, con quién hicimos una revisión de equipo para asegurarnos de que no faltara nada. Al otro día salimos en auto hasta Manzano Histórico, una localidad pequeña cerca de Tunuyán que forma parte del Sistema de Áreas Naturales Protegidas de Mendoza. Se dice que ahí descansó el General José de San Martín a su regreso de la campaña libertadora de Chile y Perú, por eso hay un gran monumento y parque histórico dedicado al General.
Ahí nos encontramos con Ramiro y sus acompañantes, nuestros guías y arrieros, enseguida montamos y salimos con muchísima emoción. Vera estaba entusiasmada, aunque no sabíamos exactamente a qué nos enfrentábamos. Cabalgamos cuatro horas por 11 kilómetros, cruzamos un puesto de gendarmería donde informamos sobre nuestro viaje y seguimos hasta el primer refugio a 3936 metros de altura, un trayecto relativamente tranquilo, donde fuimos entrando en sintonía con la montaña, el clima cada paso más frío y los caballos. Esa primera noche sentimos el cambio: estábamos lejos de todo, rodeados de montaña, silencio y naturaleza.
— Pero lo más difícil llegó al día siguiente…
— Sí, el segundo día fue el más exigente. Estuvimos ocho horas a caballo, atravesando el Portillo, el punto más alto de la travesía, a 4.333 metros de altura. Ahí el frío era extremo, el viento cortaba la piel y cada respiración se volvía más pesada. Fue un momento de superación, tanto física como mental. A medida que avanzábamos los paisajes cambiaban constantemente, cruzamos arroyos rápidos y cabalgamos pasillos estrechos de laderas empinadas bastante intimidantes. Pero cuando alcanzamos la cima y miramos a nuestro alrededor, entendimos que todo el esfuerzo valía la pena. Hay que vivirlo, no se puede describir la inmensidad y belleza de los Andes.
— ¿Cómo reaccionó Vera en ese momento?
— Me sorprendió. No se quejó ni un solo instante. Estaba agotada, pero también fascinada. Esos desafíos que parecen gigantescos se vuelven insignificantes cuando ves que alguien tan pequeño los enfrenta con tanta valentía.
"En Real de la Cruz aprendimos a vivir sin tecnología"
— Después de la jornada más dura, llegaron al refugio Real de la Cruz. ¿Cómo fue esa experiencia?
— Real de la Cruz es un refugio militar en medio de la nada a 3 mil metros de altura. No hay señal de celular, internet ni electricidad continua. Solo un generador que funciona un par de horas al día. Ahí entendimos que vivimos rodeados de cosas que creemos esenciales, pero que en realidad no lo son.
— ¿Cómo fue para Vera estar desconectada del mundo digital?
— Al principio me pregunté si le costaría, pero no. Se adaptó rápido, porque había algo más interesante que cualquier pantalla. Buscaba cosas para hacer, ayudaba en la cocina, bajaba al arroyo a contemplar la montaña, los caballos, las historias de los baqueanos. Cualquiera pensaría que es aburrido pero realmente siempre se encuentran cosas para hacer. En la noche, nos acostábamos a mirar el cielo y veíamos satélites y meteoritos como si estuvieran a un paso de distancia. Fue un espectáculo increíble, algo que ninguna pantalla puede igualar.
"Cabalgamos hasta el límite con Chile y volvimos con algo más que recuerdos"
— Después de un día de descanso, continuaron el viaje hasta la frontera. ¿Cómo fue ese tramo?
— Cabalgamos cinco horas hasta el límite entre Argentina y Chile. El paisaje es siempre cambiante pero como la altura disminuye en este tramo hay más vegetación y por ende más oxigeno, así que no se sufre tanto la altura. Estar en la frontera de dos países, en un lugar tan remoto, nos hizo sentir como exploradores. Nos quedamos un rato allí, contemplando la inmensidad de la Cordillera, entendiendo lo pequeño que somos en comparación con la naturaleza. Es una sensación que no se olvida.
— ¿Cómo se sintieron al iniciar el regreso?
— Tuvimos otro día de descanso en el Real de la Cruz y al otro día emprendimos el regreso. Fue un momento de emociones encontradas. Parte de mí quería seguir, seguir explorando, seguir cabalgando. Pero sabíamos que el viaje estaba llegando a su fin. Salimos del refugio Real de la Cruz buscando otra vez el portillo, el paso de los 4333 metros de altura que hay que cruzar si o si, pero esta vez en dirección opuesta, viviendo un punto de vista totalmente diferente al de la ida.
— ¿Cuál es tu reflexión sobre esta aventura?
Ahora, de vuelta en casa, me doy cuenta de que no solo cruzamos los Andes. Algo más profundo ocurrió en esos seis días. No fuimos nosotros quienes conquistamos la montaña; fue la montaña la que nos transformó.
Ver a Vera cabalgar con determinación, soportar el frío extremo, desafiar el cansancio sin quejarse, me llenó de orgullo. La vi descubrir que la vida no siempre es fácil, que el esfuerzo duele, pero que la recompensa es inmensurable. La vi maravillarse con un cielo tan puro que parecía estar hecho solo para ella, verla señalar un meteorito con la emoción de quien ve magia por primera vez.
Yo, en cambio, redescubrí algo que había olvidado en la rutina diaria: el valor de compartir no solo tiempo con mi hija, sino desafíos reales, silencios auténticos, historias que no caben en una pantalla. Nos conocimos de otra manera, sin distracciones, sin excusas, sin prisa. Todos los días tuvimos nuestros momentos de intima soledad para pensar y nuestros momentos de conexión para jugar y reflexionar juntos.
Cada paso en la montaña fue una lección. Aprendimos que el mundo es inmenso y que hay lugares que solo se descubren con esfuerzo. Que el lujo no está en lo material, sino en las experiencias que nos atrevemos a vivir. Que desconectarnos no fue perdernos, sino encontrarnos.
Mientras muchos regresan de sus vacaciones con postales de playas atestadas y recuerdos de tiendas abarrotadas, nosotros volvimos con algo que no se puede comprar ni capturar en una fotografía: el eco del viento andino susurrando historias de quienes lo desafiaron antes que nosotros, la mirada noble y paciente de los caballos que nos llevaron con lealtad, las palabras sencillas pero sabias de los baqueanos, que han aprendido a leer la montaña mejor que cualquier mapa.
Trajimos con nosotros la humildad de saber que somos pequeños frente a la inmensidad de la naturaleza, la certeza de que el esfuerzo deja huellas más profundas que la comodidad, y la convicción de que la verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en lo que vivimos y aprendemos.
Este viaje nos acompañará siempre, no como un recuerdo estático, sino como una transformación silenciosa que nos enseñó que la sencillez es un lujo, que la conexión más valiosa no es la digital, sino la humana, y que las mejores historias no se encuentran en los libros, sino en los caminos que nos atrevemos a recorrer.
Porque hay experiencias que terminan cuando vuelves a casa. Pero hay otras que, como esta, se quedan para siempre.
PD: Vera dice que quiere volver el próximo año.
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